L.A. Sunset


Oh, Mama, can this really be the end


Cosas que hice cuando estaba vivo.

Tumbado en la espaciosa cama de dos por dos metros, sin fuerzas para levantarme. Miro el reloj. Dice que son las siete de la tarde, pero no estoy seguro de haber ajustado el huso horario. Un mando situado sobre la mesilla me permite descorrer las cortinas del gran ventanal curvo. Un panorama irreal se despliega ante mí. La vista hacia el Este desde la planta veintisiete del Westin Bonaventure a la hora de ponerse el sol. Las dos torres de granito marrón pulimentado del Wells Fargo Center; entre ambas, el reflejo perfecto del sol poniente, como un faro, en la fachada cilíndrica de cristal azul del One California Plaza. Una visión cegadora. Me siento como un actor en el escenario bajo esos focos crueles que alguien se empeña en apuntar a mis ojos.




Empiezo a sentirme mareado. Tengo la frente muy caliente y estoy sudando. Los médicos de Salt Lake ya me dijeron que el virus no era fácil de erradicar del todo. Pienso en llamar a recepción y pedir un médico pero me parece excesivo. Lo que hago es vestirme y salir apoyándome contra las paredes en aquel laberinto de pasillos. El ascensor transparente se abre ante el abismo del atrio central del hotel. A la gente le parece muy excitante pero a mí sólo me produce náuseas.

Salgo a la calle Figueroa, vacía de peatones, como es normal en todo el downtown de Los Ángeles y en seguida encuentro una farmacia. La dependienta, que habla el español perfecto y cálido de los mexicanos, me da el termómetro que le pido y curiosamente, también un frasco de cápsulas de aciclovir que en otros paises me hubiera costado conseguir días y días de burocracia.

Regreso al hotel. En el ascensor, una pareja de recién casados, algo achispados, imitan poses y gestos que han visto en el cine. Me sonríen. Les digo «May the Force be with you». Se parten de la risa. Me agarro a la barandilla de metal para no caerme al suelo mientras intento no mirar al vacío del atrio que se aleja a toda velocidad, como si estuviera en una nave despegando de Cabo Cañaveral.

En la habitación me mido la temperatura. 102.8 grados. Perfecto. He superado la temperatura de ebullición del agua. Mierda. Son grados Fahrenheit. Miro la equivalencia en internet. Oh no. Son casi 40 grados. Para cuando me doy cuenta estoy en el suelo, patas arriba como una cucaracha sobre la moqueta, sin poder moverme ni alcanzar el teléfono. Consigo sacar el móvil y marco el 112. Señal de número desconocido. ¿Cuál es aquí el número para emergencias? Lo recuerdo por una asociación de ideas. Porsche. 911. Pero no llego a marcarlo. Antes de poder mover la mano comprendo que no morimos una vez, sino muchas. Esta del Westin es sólo una más de ellas. No es mal sitio. El hotel necesita una reforma, pero mantiene su status. Mucho peor sería, por ejemplo, una trinchera en el Marne en 1914.

El sol reflejándose en el One California Plaza ilumina mís últimas reflexiones, inútiles, con ese sabor a lo que sucede demasiado tarde, pero con una curiosidad creciente, porque ahora ya sí, ahora ya sé que apareceré en otro sitio, puede que terrible, puede que maravilloso, y la expectación me hace temblar como un niño a punto de entrar a la sala de cine a ver esa película por la que ha estado esperando tanto tiempo.