Last Chance Gas Station

 

…if you dare come a little closer
 
 
Cosas que hice cuando estaba vivo.
 
El demiurgo que pone orden en todas las cosas hizo que le asignaran a Celia una mesa contigua a la mía.
 
Era una mesa caótica. Celia era desordenada, prefería los manuales en papel, al contrario que los novatos, que usaban CDs y memorias flash. Si trabajara por libre sería de los que tienen en una estantería a la vista una edición del Aranzadi.
 
Eras las cinco y media de un viernes. La mayoría se apresuraba a cerrarlo todo y salir corriendo. Excepto algunos, yo entre ellos, que no tenían prisa por volver a casa, o no tenían a nadie que les estuviera esperando. O simplemente preferían dejar todos los asuntos liquidados, en vez de tener que encararlos el lunes a primera hora.
 
Me acerqué a la mesa de Celia. Recogía cosas a toda prisa. Se marchaba para una asignación de varios meses. No volvería hasta después del verano.
 
Me senté en el borde de su mesa, en lo que pretendí que fuera un gesto desenfadado y casual. Me apoyé en una carpeta que sobresalía, y todo cedió y saltó por los aires. Los manuales, cuadernos, carpetas, folios sueltos, el ratón inalámbrico, el cubito lleno de lápices, una caja de kleenex, el móvil… La taza que le regalamos en su primer año con nosotros (con el logotipo y la leyenda «abandonad toda esperanza») también voló, aunque tuvo la suerte de caer sobre uno de los gruesos manuales y sobrevivir al rebote.
 
— ¿Ves para lo que sirven los manuales?— Comprobó que el móvil funcionaba. First things first.
 
Empecé a improvisar excusas, deja, deja, ya te lo recojo yo, aquello era un desastre.
 
Y de pronto nos encontramos los dos a cuatro patas, bajo su mesa, recogiéndolo todo de cualquier forma. Estábamos muy cerca. Notaba su respiración en mi cara, y un aroma extraño en el que predominaba el olor a canela, quizá un perfume… y con menor intensidad, algo que parecía el aromatizante que suelen añadir a los detergentes.
 
Allí estaba yo, a cuatro patas y olfateando, como un sabueso. Alzamos el rostro a la vez y quedamos a escasos centímetros, algo turbados por la extraña situación. No pude remediarlo:
 
—Nunca hemos estado en esta posición ¿verdad?
 
Nos dio la risa floja y se nos empezaron a caer las cosas.
 
—Tengo prisa, no hagas el tonto.
—Bien, bien, vamos a recogerlo todo.
 
Dejamos caer todos los trastos sobre la mesa formando un montón.
 
—Voy a ordenarlo un poco…
—No, no, déjalo así. Así se va a quedar hasta que vuelva.
 
Se alejó, y de pronto empecé a verlo todo a cámara lenta, aunque sus movimientos eran rápidos. Las imágenes parecían fragmentadas en fotogramas separados, slow motion, y mi mente paralizada incapaz de hacer nada más que observar, como si fuera una película, como el tío de Matrix esquivando las balas.
 
Con la mano izquierda cogió la chaqueta de cuero del perchero, metió el brazo derecho en la manga, y con esa mano cogió la pequeña mochila. Salió hacia la puerta mientras levantaba el puño izquierdo gritando «Pronto amanecerá, tovarich», jaleada por los que quedaban por allí.
 
Con mi habitual falta de reflejos, fui al perchero. No estaba mi abrigo. Perdí un tiempo precioso buscándolo y al final corrí al ascensor sin él. La cabina estaba repleta. Me tocó apretujarme con una compañera, que observó: «Tienes algo en la chaqueta, parecen restos de afilar lápices». En efecto, así era, pero lo que yo quería era tiempo para pensar, tiempo para pensar.
 
Me encontré en la calle. Hacía frío. Ya no era invierno, pero la primavera se hacía de rogar. Entré en la tienda de complementos —accessories, como decían las canadienses— que estaba en el bajo de nuestro edificio. Complementos. Celia había comentado que quería comprar algo antes de irse. La tienda estaba llena de gente, me abrí paso entre los expositores, pero Celia no estaba allí. Volví a la calle. Me quedé paralizado. Los viandantes chocaban conmigo. Avancé hasta el Starbucks, pero tampoco esperaba que estuviera allí, no era su sitio.
 
El demiurgo que pone orden en todas las cosas estaba considerando borrarme de su lista, por inútil.
 
Regresé despacio a la oficina. Tengo que encontrar el abrigo o cogeré un resfriado. Continuaría mi vuelta al mundo en solitario, round and around and around, una cierta sensación de ligereza, tán libre, pero tán solo. Pero tán libre.