Cold leftovers

 
 
watch your six

Hora de partir




Come away, O human child!
To the waters and the wild
With a faery, hand in hand,
For the world's more full of weeping than you can understand.

(William Butler Yeats, The Stolen Child)


Cosas que hice cuando estaba vivo.

Había estado engañándome a mí mismo, tratando de olvidar que la fecha límite se acercaba. Y al fin me vi confrontado con la realidad. El consejero me abordó una tarde y me lanzó el discurso que yo había tratado de eludir un día tras otro.

—Bien caballero, el plazo ha terminado. Creo que ha tenido tiempo suficiente para pensar acerca de lo que le dije, y de paso, para holgazanear en la sala de espera, escribiendo en eso que usted llama su blog. Pero la hora de pasar al otro lado ha llegado. Y debe usted decirme cuál es su decisión definitiva, a saber, qué recuerdo único ha escogido para que le acompañe por toda la eternidad (*) ¿Ha hecho ya su elección?

No había escapatoria. Había repasado una y otra vez mis recuerdos, y cada vez que creía haber encontrado el más valioso, el que me acompañaría para siempre, cambiaba de opinión y recordaba otro evento que me parecía mejor. Y así iba saltando de un recuerdo a otro, sin acabar nunca de decidirme.

Aunque aún continué por algún tiempo con la pretensión de encontrar el acto puro, el recuerdo perfecto, estaba claro que no me llevaría ninguno, que mi mente viajaría limpia, como una tabla lisa, había sabido desde el primer momento que ninguna memoria sobreviviría a la transición.

El consejero se mostró algo sorprendido por mi decisión, aunque me confesó que no era la primera vez que veía a alguien escoger esa opción singular.




—¿Y qué les dirá en el otro lado cuando le pregunten por su recuerdo elegido?
—Les diré…


El consejero me miraba expectante, con curiosidad y cierta fascinación por haber encontrado a alguien que quería borrar todos sus recuerdos, que era como decir toda su existencia anterior.

—Les diré que no hay nada valioso de verdad, nada realmente importante; que todo es apariencia y todo está sujeto a desaparición; que tras haber visto el mundo y todas sus caras, mis ojos tienen ya la mirada de las mil yardas; que los mortales sólo somos sombras y ceniza, sólo sombras y ceniza.

Y así fue. Partí con mi moneda en la boca, y cuando en la orilla oscura me preguntaban por mi pasado, eso es lo que contaba. Pero añadía:

—No tengo recuerdos, aunque a veces…
—¿Sí? ¿A veces…?
—A veces, cuando estoy a punto de dormirme, en el instante que precede al primer sueño, se me aparecen algunas imágenes deshilvanadas. No sé si son recuerdos o sueños, pero algunas de esas visiones se repiten. Veo un viejo piano oscuro, vertical, no muy bien afinado; veo una gran estantería llena de gruesos libros, muchos libros; y veo ante mí la faz redonda de un gato, un gran gato atigrado que duerme. Pero intuyo, justo antes de quedarme a mi vez dormido, que el gato está a punto de abrir los ojos, muy, muy despacio, y mirarme fijamente con sus pupilas verticales…


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(*) De Wandafuru raifu ("Afterlife"), de Kore-Dea Hirokazu, 1998

Familia


So don't bother me, man, I ain't got no time
I'm on my way to see that girl of mine
'Cause nothing matters in this whole wide world
When you're in love with a Jersey girl
(Tom Waits, Jersey Girl)


Cosas que hice cuando estaba vivo.

Cuando estaba vivo estuve casado en alguna o varias de mis anteriores reencarnaciones, no sabría decir en cuántas o cuáles.

La gente por aquí, en esta especie de salle d'attente donde parece que estamos sólo de paso, me suele preguntar qué tal me fue, si debieran plantearse el matrimonio en caso de ulteriores reencarnaciones. Conversaciones con un cierto tono macabro considerando nuestra situación, pero yo no tengo pelos en la lengua y les doy mis opiniones. Opiniones de varón, ya que nunca me he reencarnado en mujer. Parece que hay una ley cósmica por la que cada quien se reencarna siempre con el mismo sexo (con la amplitud que el término permite). Hay dos cosas que no cambian durante esas transiciones: el sexo y el momento de inercia. (Gracias, caballero. Habrá un turno de preguntas al final).

Y me dicen cosas como «bueno, ya que tienes experiencia en la materia, ¿qué cualidades te parecen importantes en una potencial esposa?» Y yo siempre contesto lo mismo. Tres cosas: sentido del humor, higiene y conversación. Los adolescentes suelen valorar más otros aspectos, es comprensible. Pero créanme, con sentido del humor, higiene y conversación el resto es irrelevante.

Recuerdo que estuve casado con una ni delgada ni triste, y lo mucho que nos reíamos oyendo las cosas que decían los periodistas en la televisión. El constante uso de muletillas, con frecuencia mal empleadas, era para nosotros causa de gran regocijo: Pavoroso incendio, asestar puñaladas, amasijo de hierros, restañar heridas, (¿Qué coño es «restañar»? ¿Acaso existe esa palabra?) peinar la zona… etc. etc.

Simples en nuestros gustos gastronómicos, compartíamos, por ejemplo, una olla de alubias pintas con oreja mientras veíamos telediarios, con resultados demoledores. Hábitos sencillos, placeres simples, un hogar feliz donde faltaban risas de niños, sean los dioses eternamente loados por ello.




Estábamos muy bien acoplados. Cuando digo esto la gente cree que estoy a punto de hablar de sexo. Pero no. Me refiero a que nos pasaba como a esas chicas que viven juntas y terminan por sincronizar sus ciclos menstruales. Cuando yo tenía cefalea, ella también. Dolores abdominales, lo mismo. Tampoco era de extrañar, con tantas alubias pintas con oreja. Nunca llegamos a presentar abdomen agudo a la vez. Haber sido operados de apendicitis en quirófanos paralelos hubiera sido de un nivel sólo reservado a las élites. Yo me libré del quirófano pero ella no. La perfección no existe.

Y era muy limpia. Por ejemplo, se cortaba las uñas de los pies en el cuarto de baño. (—¿Dónde si no?— me preguntareis. Pues bien, hay gente que se las corta en cualquier parte). Y le pasaba lo de siempre. O un problema de queratinización o unos alicates inadecuados y… ¡ping! allá va la uña. No es que cayera en algún sitio: desaparecía. Entonces usaba técnicas de la policía científica: con una linterna Maglite que le regalé, azul metalizado, pasaba por el suelo un fino rayo de luz horizontal que hacía destacar las alargadas sombras de pequeños objetos. ¡La uña! Y también más cosas. Concretamente todos los residuos de mugre que se acumulan entre una pasada de mocho y la siguiente: Pelusas, uñas (de episodios anteriores), y por los rincones, monedas. Siempre de cinco céntimos. ¿Por qué? ¿Por qué?

Y teníamos largas conversaciones sobre casi cualquier tema. Por ejemplo, ¿es lo mismo roto que descosido? Mucha gente, sobre todo varones de la generación de los babyboomers cree que sí, pero una buena charla ilustrativa nos permitía alcanzar el conocimiento. Un descosido se puede recoser, pero un roto hay que zurcirlo (por dios, que nadie me pregunte ahora la diferencia entre recoser y zurcir) y hoy en día es casi imposible encontrar una buena zurcidora. («¿Por qué "zurcidora" y no "zurcidor o zurcidora"?» pregunta la feminista que siempre está presente en cualquier charla, al acecho de una violación de la neutralidad de género). Me canso, miembros del jurado, me canso. Cambio el enfoque.

Y así transcurría pacíficamente nuestra existencia, hasta que un buen día, la muerte nos reclamó. Por suerte, de forma simultánea.

De modo que, en conclusión, sí, recomiendo el matrimonio, siempre que se den las condiciones indicadas. Todo lo demás es poesía y películas de Hugh Grant.

El tiempo se detiene en Park Slope



But if I had a magic wand to wave
I'd send a dove to catch your love
and I'd send a blackbird to steal your heart.


Cosas que hice cuando estaba vivo.

Ahí viene. El cuello envuelto en una bufanda que más parece una manta. Una boina de lana a juego. Avanza pálida, contra el viento helado que nos trae ese frente invernal; las manos en los bolsillos; el gesto contraído por el frío.

Se acerca como de costumbre al kiosco de prensa a por esa revista que compra todas las semanas, una revista de jardinería. ¿Para qué querrá una revista de jardinería si su apartamento apenas tiene espacio para un par de macetas? Seguramente le gustan las plantas, sueña con tener un día una casa con jardín.

Me acerco, también como de costumbre, y pido la revista de aeromodelismo. Nos miramos con un gesto contenido de reconocimiento y una leve inclinación de cabeza. Me sabe vecino suyo. ¿Se ha detenido el tiempo? ¿Qué pensará de mí? «Creepy stalker» es seguramente el apodo que me ha asignado.


Se dirige a recoger su coche en el aparcamiento donde suele dejarlo, junto al viejo cine abandonado. La veo alejarse, el largo abrigo sacudido por el viento, esa forma característica de andar, como dando pequeños saltitos a cada paso. Recuerdo que al principio pensé que cojeaba.




Philip Wilson Steer, Young Woman on the Beach, 1886-88
Musée d'Orsay, Paris


De pronto se da la vuelta y me ve observándola. El tiempo se detiene. Me siento avergonzado, como sorprendido haciendo algo impropio. Creepy stalker, seguro. Desvío la mirada y me doy la vuelta en dirección al metro de la calle 15.

Ya en el metro, hojeando la revista veo en la tercera página un anuncio de un dron muy barato. ¿Y si meto un dron revoloteando por la ventana de su cocina y dejo caer un cactus? ¿O una planta carnívora? Señor, qué difícil es todo esto. Y más aun en Park Slope. Y en invierno.

Dos tonos de verde


But I'm so guilty of wearing my heart like a scarlet gown
Sparkling in the lights for everyone to see
(Callie Crofts)


Cosas que hice cuando estaba vivo.

Al regreso de un viaje en Mayo por la Tierra de Campos, estoy limpiando de barro y otros restos rurales mis ajados zapatos de monte, usando para ello un cepillo de plástico muy sólido comprado en Laos años atrás. Este dato es real.

Al pasar el cepillo por el cordaje, cae al suelo un minúsculo objeto que resulta ser una semilla. Al día siguiente se lo llevo a mi asesora de imagen —que también sabe de ciencias naturales— para que la identifique.

La observa empuñando una lupa enorme. Espero que sea centeno, más literario, pero dice:

—Es trigo.

Levanta la cabeza y me mira por encima de sus gafas de presbicia.

—Qué, ¿ya te has vuelto a meter en un campo de trigo?

Me siento como un niño tratando de justificar alguna travesura.

—Es que tuve que cruzar un sembrado para llegar hasta una ermita rupestre —me mira con gesto de desaprobación— pero lo hice por una linde, entre dos campos de diferentes cereales—. He improvisado excusas mejores, pero se trabaja con lo que se tiene.

Regreso allí preparado, con todo lo necesario. Un punto singular, una linde, entre dos campos, entre dos tonos de verde, brillantes de sol; tratando de no pisar ni una planta, las manos extendidas recogiendo telarañas. Y esas olas que el viento forma en el cereal bien crecido. Puedo morir aquí perfectamente. Es un privilegio poder escoger el lugar.

[digresión] Sólo se oyen unas voces lejanas allá en una casa en el fondo del valle. Y el silbido del viento. Pienso si podría aparecer por allí un vehículo, aunque sería muy improbable entre aquellos sembrados de la Tierra de Campos. Además había una buitrera cerca, y entre unas cosas y otras… Por no hablar de la falta de cobertura… [fin de la digresión].

L.A. Sunset


Oh, Mama, can this really be the end


Cosas que hice cuando estaba vivo.

Tumbado en la espaciosa cama de dos por dos metros, sin fuerzas para levantarme. Miro el reloj. Dice que son las siete de la tarde, pero no estoy seguro de haber ajustado el huso horario. Un mando situado sobre la mesilla me permite descorrer las cortinas del gran ventanal curvo. Un panorama irreal se despliega ante mí. La vista hacia el Este desde la planta veintisiete del Westin Bonaventure a la hora de ponerse el sol. Las dos torres de granito marrón pulimentado del Wells Fargo Center; entre ambas, el reflejo perfecto del sol poniente, como un faro, en la fachada cilíndrica de cristal azul del One California Plaza. Una visión cegadora. Me siento como un actor en el escenario bajo esos focos crueles que alguien se empeña en apuntar a mis ojos.




Empiezo a sentirme mareado. Tengo la frente muy caliente y estoy sudando. Los médicos de Salt Lake ya me dijeron que el virus no era fácil de erradicar del todo. Pienso en llamar a recepción y pedir un médico pero me parece excesivo. Lo que hago es vestirme y salir apoyándome contra las paredes en aquel laberinto de pasillos. El ascensor transparente se abre ante el abismo del atrio central del hotel. A la gente le parece muy excitante pero a mí sólo me produce náuseas.

Salgo a la calle Figueroa, vacía de peatones, como es normal en todo el downtown de Los Ángeles y en seguida encuentro una farmacia. La dependienta, que habla el español perfecto y cálido de los mexicanos, me da el termómetro que le pido y curiosamente, también un frasco de cápsulas de aciclovir que en otros paises me hubiera costado conseguir días y días de burocracia.

Regreso al hotel. En el ascensor, una pareja de recién casados, algo achispados, imitan poses y gestos que han visto en el cine. Me sonríen. Les digo «May the Force be with you». Se parten de la risa. Me agarro a la barandilla de metal para no caerme al suelo mientras intento no mirar al vacío del atrio que se aleja a toda velocidad, como si estuviera en una nave despegando de Cabo Cañaveral.

En la habitación me mido la temperatura. 102.8 grados. Perfecto. He superado la temperatura de ebullición del agua. Mierda. Son grados Fahrenheit. Miro la equivalencia en internet. Oh no. Son casi 40 grados. Para cuando me doy cuenta estoy en el suelo, patas arriba como una cucaracha sobre la moqueta, sin poder moverme ni alcanzar el teléfono. Consigo sacar el móvil y marco el 112. Señal de número desconocido. ¿Cuál es aquí el número para emergencias? Lo recuerdo por una asociación de ideas. Porsche. 911. Pero no llego a marcarlo. Antes de poder mover la mano comprendo que no morimos una vez, sino muchas. Esta del Westin es sólo una más de ellas. No es mal sitio. El hotel necesita una reforma, pero mantiene su status. Mucho peor sería, por ejemplo, una trinchera en el Marne en 1914.

El sol reflejándose en el One California Plaza ilumina mís últimas reflexiones, inútiles, con ese sabor a lo que sucede demasiado tarde, pero con una curiosidad creciente, porque ahora ya sí, ahora ya sé que apareceré en otro sitio, puede que terrible, puede que maravilloso, y la expectación me hace temblar como un niño a punto de entrar a la sala de cine a ver esa película por la que ha estado esperando tanto tiempo.

Wonderwall


There are many things that I would like to say to you
But I don't know how
 
 
Cosas que hice cuando estaba vivo.
 
Noche. Oscuridad. El nido, la fortaleza de mi cama infantil. Cerca duermen mis hermanos menores. Demasiado pequeños para entender.

Pero mi oído atento no pierde detalle. Los sonidos, los conozco muy bien después de tanto tiempo (¿tánto tiempo?). Me puedo tapar los oídos y amortiguarlos, pero aún así los reconozco.

Puedo intentar dormirme. Lo he hecho en muchas ocasiones, pero no sirve de nada. Y si no puedo dormir, puedo escapar. Viajar. Al lugar donde los brazos se abren, la música suena, las lágrimas fluyen sin vergüenza, todo lo que quiero me espera, la pequeña Emma, el pais donde nunca hace frío, donde Glinda me dice que todo terminará bien. Un día de estos.

Estaba convencido de que mi familia era ficticia. Mis padres y mis hermanos no eran tales. Eran falsos, copias perfectas colocadas ante mí para engañarme. Yo había tenido una familia como aquella, pero hacía tiempo que todos habían sido sustituídos por réplicas indistinguibles. Entonces no lo sabía, pero aquella sensación era un mal presagio. Muy malo.

Los médicos les contaron a mis padres una historia que no entendían, y a partir de entonces ya no sabían cómo debían tratarme. ¿Me había convertido en un peligro para ellos? ¿Para mis hermanos? ¿Seguía siendo su hijo, el que ellos habían conocido y criado?

Hay algo peor que estar loco: saber que lo estás. A los psiquiatras nada les sorprende, todo les parece posible. ¿Se puede ser bipolar y esquizofrénico a la vez? Por supuesto. El cerebro es como un viejo electrodoméstico averiado de comportamiento imprevisible.

Y hay algo que recuerdo de los años que vinieron a partir de entonces. Era la certeza —que a mí me parecía perniciosa, porque hacía problemática mi curación— de que los momentos de exaltación, en que todo era posible y todos los obstáculos desaparecían, me compensaban de los otros momentos, los del abatimiento y la depresión. Y cuando me volví estable, sin motivo aparente, sólo por el paso de los años, seguí añorando aquellos periodos, a veces de meses, en que podía vislumbrar el cielo, aunque ahora sé que eran sólo errores en los neurotransmisores, disparos endocrinos, química del cerebro.

Aun hay días en que me acuesto y, segundos antes de quedarme dormido, en ese lugar mágico donde los sueños ya han comenzado aunque todavía estamos en vigilia, me pregunto, con un interés sólo relativo, si cuando despierte seguiré siendo la misma persona o me habré convertido en otra distinta.